De Auschwitz a Gaza: La Metamorfosis del Horror
- Cristóbal Millas
- 7 may
- 16 Min. de lectura
Actualizado: 8 may
Cuando las Víctimas Aprendieron Demasiado Bien de sus Asesinos

Esa es la premisa que hoy arde, no sólo en las universidades ni en las redacciones periodísticas libres (las pocas que quedan), sino en la conciencia de millones de personas que observan, horrorizadas, la transformación del Estado de Israel en una maquinaria de asedio, exterminio y desplazamiento sistemático contra el pueblo palestino, con Gaza como campo de pruebas.
Porque no se trata ya de un “conflicto”. No hay simetría posible entre un pueblo sin Estado, sin ejército, sin soberanía, y una potencia militar respaldada por Estados Unidos, con armamento de última generación, control aéreo y terrestre absoluto, y, lo más importante, con impunidad diplomática total.
Lo que hay en Gaza es un experimento colonial en tiempo real. Un ensayo brutal de limpieza demográfica.
Y según cada vez más voces, entre ellas expertos en derecho internacional y relatores de la ONU, lo que está ocurriendo podría muy bien constituir genocidio.
Pero el Estado israelí no solo no lo oculta: lo dice abiertamente. El 6 de mayo de 2025, el ministro de Finanzas Bezalel Smotrich declaró que “Gaza debe ser completamente destruida” y que la población “tendrá que irse”. No es la primera vez que lo afirma. Ya en noviembre de 2023, tras el ataque de Hamás, Smotrich y otros miembros del gabinete de extrema derecha hablaban de una “nueva oportunidad histórica” para “reconfigurar” la geografía humana de Gaza. Ese lenguaje, profundamente eufemístico, no es otra cosa que la vieja táctica del ocupante: revestir de legalidad el despojo, adornar el crimen con geopolítica.

¿Y qué ha hecho la comunidad internacional ante estas declaraciones?
Poco y nada. Los titulares de los medios occidentales, con notables excepciones como The Guardian, Haaretz, Democracy Now! , RT, FRANCE 24 o Al Jazeera, siguen repitiendo sin pudor el guion de la “autodefensa israelí”. Mientras, los cuerpos mutilados de miles de niños palestinos son envueltos en mantas, en las ruinas de escuelas bombardeadas por drones guiados con tecnología estadounidense.
Los datos no dejan lugar a dudas: más de 36.000 palestinos asesinados desde octubre de 2023, la mayoría civiles, y al menos 70.000 heridos, según el Ministerio de Salud de Gaza y verificado por organismos como la ONU y la Cruz Roja Internacional. Casi dos millones de personas forzadas al desplazamiento dentro de una franja cercada por tierra, mar y aire. Más del 80% de las infraestructuras hospitalarias destruidas. Escuelas, mezquitas, centrales eléctricas, cementerios, pozos de agua: nada escapa a la devastación planificada.

¿De verdad alguien puede seguir llamando a esto “defensa”? ¿Puede llamarse así al corte deliberado de alimentos, medicinas y ayuda humanitaria? Porque esa fue, ni más ni menos, la política oficial adoptada por el gabinete de guerra de Netanyahu. Como reportó The New York Times el 27 de abril de 2024, el gobierno israelí bloqueó durante semanas los convoyes de ayuda humanitaria a Rafah, dejando a más de un millón de civiles sin acceso a alimentos básicos. La ONG Save the Children informó que decenas de menores murieron de desnutrición en hospitales improvisados. Médicos Sin Fronteras lo calificó como “una forma de asesinato por hambre”.

Es decir: no es sólo una guerra, es una táctica de exterminio. No es sólo una ocupación militar, es una política de sometimiento total sobre una población civil desarmada. El argumento israelí de que “Hamás se esconde entre los civiles” no solo es débil, sino que es un insulto a la inteligencia. ¿Qué ejército que se llame democrático bombardea hospitales, escuelas y campos de refugiados sabiendo que están llenos de niños y mujeres, y luego justifica la masacre diciendo que quizás había un combatiente cerca?
La respuesta lógica es simple: uno que no teme a las consecuencias. Uno que sabe que la maquinaria diplomática de Washington bloqueará cualquier resolución de condena en el Consejo de Seguridad. Uno que confía en el poder del lobby y del chantaje moral con el Holocausto, para desactivar cualquier crítica. Uno que aprendió, desde 1948, que la impunidad es una estrategia eficaz.
Pero incluso esa impunidad tiene grietas. En marzo de 2024, la Corte Internacional de Justicia admitió una demanda presentada por Sudáfrica que acusa a Israel de estar cometiendo genocidio. El caso está en curso, y aunque la palabra “genocidio” sigue siendo tabú en muchos círculos diplomáticos, cada vez son más las voces que la pronuncian con claridad. El relator especial de la ONU para los territorios palestinos ocupados, Francesca Albanese, denunció en abril que Israel “está llevando a cabo una destrucción deliberada de Gaza que se ajusta a la definición de genocidio”. Y el mismo término fue utilizado por varios juristas internacionales, incluidos William Schabas y Richard Falk.

No estamos hablando de comparaciones retóricas. Hablamos de categorías legales, establecidas en la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio de 1948, que define este crimen como actos cometidos con la “intención de destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso”. Esa es la clave: la intención. Y cuando miembros del gobierno israelí declaran que los gazatíes “deben irse” o que “Gaza debe ser borrada del mapa”, ¿qué otra cosa están expresando sino una intención genocida?
Aquí es donde el paralelismo histórico se vuelve incómodo. Porque lo que Israel está haciendo en Gaza
encerrar / privar de comida / aislar / bombardear / desplazar / negar asistencia médica — guarda una semejanza perturbadora con las prácticas del NAZISMO en los guetos de Europa Oriental. No es una comparación frívola. No es antisemitismo disfrazado. Es una observación política y moral que muchos judíos antisionistas, dentro y fuera de Israel, también están formulando.
La organización Jewish Voice for Peace ha sido una de las más valientes en denunciar este proceso de deshumanización. Y lo ha hecho con una consigna brutal: “Nunca más para nadie”.

Pero Israel parece haber olvidado su propio “nunca más”. En nombre de su historia, en nombre de sus víctimas, perpetúa ahora una política que recuerda demasiado a sus propios verdugos. Esa es la paradoja terrible: que el pueblo que sufrió uno de los peores genocidios del siglo XX haya creado un Estado que comete crímenes contra la humanidad con la misma lógica de exterminio territorial y pureza étnica.
Claro que las diferencias existen. Israel no ha construido cámaras de gas. No ha diseñado un sistema industrial de asesinato como Auschwitz. Pero esa no es la vara con la que se mide el genocidio contemporáneo. Hoy, el exterminio no requiere fábricas de muerte: basta con una política sostenida de bloqueo, bombardeo, despojo y desplazamiento. Lo que fue Auschwitz en el siglo XX, es hoy Rafah bajo fuego, Khan Younis arrasada, o Jabaliya reducida a escombros.
Y si eso no es genocidio, ¿qué es?
No es guerra, es doctrina: la limpieza étnica como política de Estado
En los márgenes del lenguaje diplomático, donde se evaporan los eufemismos y ya no caben los pretextos de seguridad, se encuentra la verdad desnuda: lo que Israel está haciendo en Gaza no es una operación militar ni una guerra legítima. Es un proyecto ideológico de limpieza étnica, fundado en el desprecio racial, el supremacismo religioso y la lógica colonial. El horror, como en las peores páginas del siglo XX, tiene un guion, un cuerpo doctrinal y voceros oficiales.

Desde los primeros días del ataque a Gaza, altos cargos del gobierno israelí comenzaron a hablar abiertamente de “re-asentar” a los palestinos en otros países. El 7 de enero de 2024, Bezalel Smotrich, recordemos que es el Ministro de Finanzas de Israel y líder del partido supremacista Sionismo Religioso, propuso públicamente una “solución voluntaria” que consistía en el traslado masivo de gazatíes a Egipto, con el respaldo económico de países del Golfo.
Un plan que no tiene nada de voluntario y todo de colonialismo forzado. Un “Plan Madagascar”, versión siglo XXI.
Smotrich, que años antes dijo que el asesinato del bebé palestino Ali Dawabsheh “no fue terrorismo, porque fue cometido por judíos”, ahora es uno de los hombres fuertes del gabinete de Netanyahu. En febrero de 2024, su colega Itamar Ben Gvir, ministro de Seguridad Nacional y líder de Otzma Yehudit (Poder Judío), declaró: “Gaza es nuestra. No hay lugar para una entidad terrorista en esta tierra. Si no quieren vivir bajo soberanía judía, que se vayan”.

¿Hace falta más evidencia? Sí. Y hay más.
El 23 de marzo de 2024, una filtración del gabinete de guerra israelí reveló documentos clasificados en los que se discutía un “reajuste demográfico” de Gaza tras una “ocupación prolongada”. El plan incluía la instalación de zonas de exclusión permanente, campos de retención para población desplazada y la “deradicalización” obligatoria de niños palestinos mediante internados religiosos en el desierto del Néguev. No se trata de rumores ni propaganda enemiga. Se trata de actas del propio gobierno.
Todo esto bajo la supervisión de un primer ministro procesado por corrupción, que se aferra al poder con el apoyo de los sectores más fanáticos del sionismo religioso. Netanyahu ha prometido que Gaza “nunca volverá a ser lo que era”. Y lo ha cumplido: ya no quedan hospitales. Ya no hay universidades. Más de la mitad de los edificios han sido reducidos a escombros. ¿No era esa la definición operativa de “limpieza étnica”, como la entendieron en su día los Tribunales de Yugoslavia?
El objetivo ya no es destruir a Hamás. El objetivo es destruir cualquier posibilidad de una vida palestina en Gaza. Convertirla en un páramo, un desierto político y social, donde cualquier intento de resistencia sea considerado terrorismo, y cualquier existencia digna, una amenaza existencial. Es el viejo sueño del sionismo maximalista: la Tierra Prometida sin árabes.

Los paralelismos con otras tragedias históricas no son caprichosos. En Ruanda, el lenguaje de los medios precedió la masacre: se hablaba de los tutsis como “cucarachas”. En Gaza, los palestinos han sido llamados “animales humanos”. En la Alemania nazi, los judíos eran “portadores de enfermedades”. En los discursos de Smotrich, los palestinos son “enemigos biológicos”. En ambos casos, el genocidio empieza con el lenguaje, se organiza en la burocracia, y termina en las ruinas humeantes de ciudades enteras.
Pero lo más perturbador no es lo que Israel hace, sino la manera en que lo dice. Sin pudor. Sin máscara. Sin el más mínimo respeto por el derecho internacional. Cuando la Corte Internacional de Justicia recibió la denuncia por genocidio interpuesta por Sudáfrica, el gobierno israelí no respondió con argumentos legales, sino con insultos. Acusaron a Sudáfrica de “colaborar con el terrorismo” y a los jueces de La Haya de “antisemitismo disfrazado de justicia”.
El 26 de enero de 2024, la CIJ emitió medidas provisionales ordenando a Israel “prevenir actos de genocidio” y “permitir el ingreso sin trabas de ayuda humanitaria a Gaza”. Israel no solo no cumplió, sino que intensificó los bombardeos, bloqueó aún más los suministros y asesinó a más trabajadores humanitarios en los meses siguientes. El 1 de abril, siete miembros de World Central Kitchen fueron muertos por misiles israelíes mientras repartían comida. Todos sus vehículos estaban marcados como ayuda internacional. Ningún militar israelí fue sancionado.
Y mientras tanto, los gobiernos occidentales callan. O peor aún: justifican.
Estados Unidos continúa enviando armas y blindando diplomáticamente a Israel en todas las instancias multilaterales. En abril de 2025, el Congreso norteamericano aprobó un nuevo paquete de ayuda militar por 14.000 millones de dólares. Alemania, país que debería tener una sensibilidad especial por razones obvias, declaró que “Israel tiene derecho a defenderse”, incluso frente a evidencias de crímenes de guerra. ¿Defenderse de qué? ¿De niños desnutridos? ¿De periodistas? ¿De hospitales?

El cinismo es absoluto. Y la excusa es siempre la misma: “Israel es una democracia”. Pero ¿de qué democracia hablamos cuando el 80% de los israelíes, según una encuesta de diciembre de 2023, apoyaba la continuación de los ataques indiscriminados en Gaza? ¿Qué tipo de democracia elige como ministros a supremacistas religiosos, a políticos que sueñan con un Estado teocrático judío de frontera a frontera, sin árabes, sin disidencias, sin humanidad?
Israel no es la única democracia que ha cometido crímenes atroces. Estados Unidos, Francia, el Reino Unido, todos tienen esqueletos coloniales en sus armarios. Pero Israel es único en una cosa: ha logrado convertir el recuerdo del Holocausto en un escudo de impunidad, en un permiso tácito para repetir, bajo otra bandera, el mismo tipo de lógica de exterminio. Una lógica en la que no hay ciudadanos, sino enemigos raciales; no hay justicia, sino castigo preventivo; no hay paz, sino ocupación permanente.
Y para quienes aún se aferran a la idea de “dos Estados” como solución, conviene recordar un dato elemental: en Gaza no queda ya Estado que fundar. No queda infraestructura, ni clase política, ni tejido social. Solo quedan ruinas, fosas comunes, y drones que patrullan un cielo sin esperanza. ¿Cuál sería el Estado palestino posible después de esta orgía de muerte? ¿Una serie de cantones bajo tutela militar? ¿Una reserva estilo bantustán?
La propia idea de “solución de dos Estados” ha sido enterrada por los hechos, pero también por las palabras. En enero de 2024, Netanyahu declaró que “Israel debe tener el control total de seguridad de todo el territorio entre el río y el mar”. Eso incluye Cisjordania, Gaza y Jerusalén Oriental. Es decir: no habrá Palestina. No habrá soberanía palestina. Solo habrá un Estado judío, con enclaves árabes sometidos a control militar.
Y eso —digámoslo sin rodeos— es apartheid. No lo dice solo Human Rights Watch. Lo dice también B'Tselem, la principal ONG de derechos humanos de Israel. Lo dijo incluso el exjefe del Mossad (principal agencia de inteligencia exterior de Israel) Tamir Pardo en septiembre de 2023: “Israel ya no es una democracia. Es un Estado de apartheid”.

Pero el mundo prefiere no oír. Prefiere hablar de “conflicto”, como si se tratara de una disputa territorial entre iguales. No lo es. Es colonialismo. Es limpieza étnica. Es apartheid.

En este panorama, los medios occidentales también tienen responsabilidad. Grandes cadenas como CNN, BBC, o incluso The New York Times han utilizado durante meses titulares que diluyen la verdad: “Mueren civiles en Gaza en ataques cruzados”, “Israel responde a cohetes de Hamás”, “Situación humanitaria difícil”. ¿Difícil? No. Es una catástrofe humanitaria provocada deliberadamente. No es un efecto colateral: es el plan.
Y ese plan tiene nombre: ocupación permanente. El ejército israelí ya ha comenzado a construir infraestructuras militares en zonas del norte de Gaza. Ya hay bases estables. Ya hay carreteras seguras para tropas y tanques. Ya hay —según testimonios recogidos por Le Monde y Al Jazeera— confiscación de tierras para nuevos asentamientos. La limpieza étnica no es solo simbólica. Es geográfica. Es definitiva.
Este no es un conflicto religioso, como algunos quieren pintar. No es una guerra entre civilizaciones. Es una ocupación colonial. Y como toda ocupación, necesita deshumanizar al ocupado. Necesita convencer al mundo de que el palestino no sufre, o si sufre, es culpa suya. De que los niños muertos son mártires involuntarios de una cultura del odio. De que no hay inocentes en Gaza, porque todos están contaminados. Esa es la narrativa israelí. Y esa narrativa —como lo fue en otros regímenes fascistas— prepara el terreno para el crimen.
Y el crimen, como ya dijimos, no necesita cámaras de gas. Solo necesita indiferencia.
Epílogo de sangre: del “Nunca Más” al “Siempre que Quiera”
Hubo un tiempo en que “Nunca Más” era una promesa. Un grito universal. Un juramento ético contra el horror. Una línea roja que ninguna nación, ningún ejército, ningún gobierno podía cruzar sin ser arrojado al abismo moral de la Historia. Hoy, ese “Nunca Más” está siendo utilizado como licencia. Como escudo para asesinar. Como legitimación del crimen.
Israel ha prostituido el recuerdo del Holocausto. Lo ha instrumentalizado. Lo ha transformado en dogma de impunidad. En cada masacre, en cada bombardeo, en cada política de exterminio planificado contra Gaza, aparece el espectro de Auschwitz… no como advertencia, sino como excusa.
“El pueblo judío sufrió un genocidio, por eso no se puede criticar a Israel”. Esa es la ecuación perversa. Esa es la línea argumental que repiten políticos, diplomáticos, periodistas occidentales y lobbies sionistas con la misma frialdad con la que se reparten mapas de Gaza en zonas militares.
Pero el Holocausto no puede ser un cheque en blanco. El sufrimiento no autoriza la repetición del crimen. Ninguna memoria puede blindar el presente contra la justicia. Usar el Holocausto para justificar la limpieza étnica en Gaza no solo es indecente: es profanar a las víctimas reales del nazismo.
La Shoá fue un crimen monstruoso. Nadie lo discute. Pero la memoria del Holocausto pertenece a la humanidad, no al Estado de Israel. La memoria no es propiedad estatal. No es capital diplomático. No es moneda para negociar impunidad.
El filósofo italiano Franco Berardi escribió en enero de 2025 que “Israel ha hecho del Holocausto una religión civil que le permite excluirse del derecho internacional”. Y añadió: “Estamos frente al caso único en la historia en que un Estado usa su trauma fundacional no para buscar paz, sino para garantizarse el derecho a destruir sin consecuencias”.
Esa destrucción tiene hoy nombre, cifras, coordenadas. Tiene rostro. Se llama Gaza. Y sus ruinas son el resultado de una ideología que, como advertía Edward Said, “ha convertido la condición de víctima en plataforma para la violencia institucionalizada”.
El Holocausto fue una catástrofe inenarrable. Pero su lección no es “permite que tus víctimas se conviertan en verdugos”. Su lección es la responsabilidad universal. La defensa de toda vida humana. Y, sobre todo, la conciencia de que ningún pueblo —ninguno— tiene derecho a considerarse superior al dolor ajeno.
Israel ha traicionado esa lección. Ha hecho del recuerdo un arma. Y lo más trágico es que lo hace en nombre de los mismos que fueron quemados en hornos. Esa es la dimensión más obscena de esta guerra: los nietos de los sobrevivientes convirtiendo a otros pueblos en humo.
El horror de hoy no necesita cámaras de gas. Tiene misiles inteligentes. Tiene software de reconocimiento facial. Tiene drones que detectan calor y matan. Tiene un aparato burocrático de ocupación más eficiente que el del Tercer Reich. No necesita campos de concentración. Tiene zonas humanitarias a las que obliga a millones de personas a desplazarse para luego bombardearlas. Tiene listas. Tiene mapas. Tiene procesos de aprobación para lanzar misiles sobre edificios con niños.
¿Es esto un genocidio?
La Corte Internacional de Justicia, en su resolución provisional de enero de 2024, reconoció que la acusación de genocidio contra Israel no era infundada ni abusiva. Al contrario, consideró que había elementos plausibles. Y, aún más grave, constató que existía riesgo real de genocidio en curso.
Desde entonces, las pruebas se han multiplicado. No solo en cifras. También en declaraciones. El ministro de Defensa Yoav Gallant, el 9 de octubre de 2023, se refirió a los gazatíes como “animales humanos”. Netanyahu ha hablado reiteradamente de “desarraigar a Gaza” y “restaurar el control total” sobre ese territorio.

El Código Penal Internacional define el genocidio no solo por la magnitud de la matanza, sino por la intención. Por el deseo sistemático de destruir. Y esa intención se expresa aquí en discursos, en políticas, en documentos, en mapas, en órdenes militares.
Israel no está solo matando civiles. Está demoliendo toda posibilidad de futuro. Y lo hace sabiendo que nadie lo detendrá.
La comunidad internacional ha fracasado. Peor: ha capitulado. Frente a la maquinaria israelí, los Estados democráticos han optado por la tibieza, la complicidad o el silencio. En enero de 2025, mientras se publicaban informes sobre niños decapitados por drones, Ursula von der Leyen declaraba: “La seguridad de Israel es nuestra prioridad”. En el mismo mes, Canadá vetaba la entrada de parlamentarios palestinos a un foro internacional sobre genocidio. En marzo, Estados Unidos vetó por novena vez una resolución del Consejo de Seguridad que pedía un alto al fuego inmediato.
El derecho internacional ha sido secuestrado. La justicia universal ha sido convertida en trámite diplomático. Y los derechos humanos son ahora propiedad de los aliados de Occidente. Los pueblos que no tienen gas, petróleo, o poder de lobby, no tienen tampoco derecho a vivir.
El caso de Gaza ha desenmascarado la hipocresía global. Mientras se denuncian crímenes de guerra en Ucrania con velocidad relámpago. ¿Cuántos niños ucranianos debería matar Rusia para provocar el mismo escándalo? ¿10? ¿20? ¿100?
Pero hay una verdad que no necesita reconocimiento oficial: Gaza está siendo arrasada. Está siendo despoblada. Está siendo borrada. Y eso —lo diga o no lo diga la CIJ— es un genocidio en curso. Un crimen que quedará en la Historia como el momento exacto en que el “Nunca Más” fue violado por quienes lo pronuncian en cada acto oficial.
A esta altura, la pregunta ya no es si Israel está cometiendo genocidio. La pregunta es: ¿cuántas veces tiene que hacerlo para que lo reconozcamos? ¿Cuántas ciudades hay que demoler? ¿Cuántos bebés tienen que asfixiarse bajo los escombros?
Y más aún: ¿cuántas democracias están dispuestas a mirar para otro lado mientras ocurre?

Las universidades que vetan conferencias propalestinas en nombre de la “neutralidad”. Los periodistas que se autocensuran por miedo a ser acusados de antisemitismo. Las redes sociales que borran contenidos críticos a Israel pero permiten propaganda militar israelí. Todo eso también es parte del crimen. No se comete genocidio sin cómplices.
Y en medio de todo esto, la resistencia sigue. No la resistencia armada. No Hamás. No las milicias. Sino la otra resistencia: la de los médicos que operan sin luz, la de las madres que amamantan con hambre, la de los maestros que escriben con carbón, la de los poetas que aún componen versos entre ruinas.
Israel ha ganado todas las batallas, pero ha perdido algo más importante: la legitimidad moral. Puede tener el poder. Puede tener las armas. Puede tener el respaldo diplomático. Pero ya no tiene razón. Ya no tiene derecho. Ya no tiene alma.
Y eso, al final, será su caída.
Porque ningún proyecto basado en el exterminio puede sostenerse sin la mentira permanente. Y las mentiras tienen fecha de vencimiento. Más temprano que tarde, el mundo comenzará a ver. A escuchar. A hablar.

Ese día, el relato oficial caerá como cae ahora cada misil sobre Gaza: con estruendo, con polvo, con sangre.
Y entonces vendrán los juicios. Vendrán las condenas. No porque los poderosos lo permitan. Sino porque la conciencia colectiva no puede vivir eternamente anestesiada. La historia despierta. Tarde, sí. Pero despierta.
Y cuando lo haga, cuando en los libros del futuro se lea lo que hoy está ocurriendo en Gaza, las preguntas no serán retóricas: ¿Dónde estabas tú? ¿Qué dijiste tú? ¿Qué callaste tú?
Porque ya no habrá excusas. Ya no habrá diplomacia. Ya no habrá lenguaje eufemístico. Solo quedará una palabra: vergüenza.
Vergüenza por haber permitido que el Estado fundado sobre las cenizas de Auschwitz haya convertido a otro pueblo en polvo.
Vergüenza por haber dejado que el “Nunca Más” se transformara en “Siempre que lo haga Israel”.
Vergüenza por haber elegido el silencio cuando lo único digno era gritar.
Y entonces, quizás, Gaza vuelva a florecer.
Pero nosotros —los que callamos, los que relativizamos, los que negociamos con la muerte— ya no tendremos rostro.
Cristóbal Millas / POST𐤀
Fuentes:
CIJ ordena a Israel prevenir el genocidio – Human Rights Watch
ONU: acciones de Israel compatibles con genocidio – The Guardian
HRW acusa a Israel de crímenes contra la humanidad por desplazamiento forzado – The Guardian
Plan israelí de militarizar la ayuda humanitaria rechazado por la ONU – El País
Expertos de la ONU alertan sobre posible aniquilación de los palestinos – The Guardian (Live)
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