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Cambio climático: la farsa de la acción climática y el costo de no hacer nada

  • Foto del escritor: Cristóbal  Millas
    Cristóbal Millas
  • 16 may
  • 37 Min. de lectura

Actualizado: 17 may

Ya lo sabemos, y el que no quiere verlo es por intereses particulares o mera ignorancia. La humanidad se ha convertido en espectadora de su propia catástrofe. Cada año, líderes mundiales se reúnen en las Conferencias de las Partes (COP), emitiendo declaraciones altisonantes y metas color pastel, mientras en paralelo las emisiones crecen, los ecosistemas colapsan y las comunidades vulnerables enfrentan el infierno sin cámara ni cobertura. Es el teatro climático global: mucho discurso, poco guion, ningún acto.

El simulacro climático global

Los seres humanos parecemos decididos a jugar ruleta rusa con nuestro propio ecosistema. Cada año, las conferencias climáticas prometen más de lo que cumplen, las grandes economías anuncian compromisos verdes mientras subsidian combustibles fósiles, y las catástrofes climáticas se multiplican con una regularidad macabra. ¿Hasta cuándo vamos a tolerar que la acción climática sea más espectáculo que estrategia?


La lucha contra el cambio climático se ha transformado en un ritual global de promesas, metas y fechas mágicas que rara vez se cumplen. Se habla de “neutralidad de carbono”, “transición justa” y “resiliencia climática” con un entusiasmo lingüístico que no encuentra correspondencia en la realidad material. ¿Y los resultados? Emisiones en alza, océanos más calientes, biodiversidad en colapso y territorios enteros que se vuelven inhabitables.


Se repite el mantra del desarrollo sostenible mientras las corporaciones mineras, petroleras y del agronegocio continúan expandiendo sus operaciones. Los gobiernos organizan Cumbres del Clima con emisiones de carbono comparables a las de países enteros, mientras permiten nuevas concesiones extractivas en nombre del crecimiento económico.


El simulacro climático global funciona como un teatro de doble moral: se firman compromisos por un lado y se sabotean por otro. Se mide el éxito por la cantidad de firmas en acuerdos, no por su cumplimiento. Se reparten discursos emotivos, pero no se alteran los intereses estructurales que sostienen el modelo de colapso.


¿Quién gana con esto? Las mismas élites que han lucrado durante décadas con la destrucción ambiental. Las grandes petroleras, como ExxonMobil, Shell o Chevron, que maquillan sus balances con promesas verdes mientras financian think tanks negacionistas. Los gobiernos del G20, responsables del 80% de las emisiones, que postergan decisiones incómodas en nombre de la gobernabilidad. Y los medios de comunicación corporativos, que encuadran el cambio climático como una tragedia inevitable, no como una consecuencia de decisiones políticas concretas.

No es falta de conocimiento, es falta de voluntad. Desde los años 70, los informes científicos alertan sobre los límites del crecimiento y la amenaza climática. El informe Brundtland (1987), el Acuerdo de Río (1992), el Protocolo de Kioto (1997), el Acuerdo de París (2015)... Todos con diagnósticos similares, todos con promesas que envejecen mal.


El resultado es una ciudadanía anestesiada, que oscila entre la impotencia, la desesperación y el cinismo. Mientras tanto, las generaciones más jóvenes crecen con la conciencia de que su futuro fue hipotecado por la cobardía de quienes debieron actuar.


El espejismo de la mitigación — promesas huecas y emisiones en alza.

En teoría, la mitigación del cambio climático implica reducir o prevenir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) y aumentar los sumideros naturales que los absorben. En la práctica, sin embargo, la mayoría de los esfuerzos globales se han quedado en una zona de confort discursiva, donde lo importante es parecer comprometido, no estarlo.


Las cifras lo confirman: según el Emissions Gap Report del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), el planeta está peligrosamente lejos de cumplir las metas del Acuerdo de París. En 2024, las emisiones globales de CO₂ alcanzaron un nuevo récord histórico. El mensaje es claro: no estamos mitigando, estamos maquillando.

La neutralidad de carbono —prometida para 2050 por la mayoría de las grandes economías— es hoy más un mantra de relaciones públicas que un objetivo concreto. Esta estrategia ha servido para aplazar las decisiones duras, escondiendo la inacción presente tras una promesa futurista que, muy probablemente, recaerá en otros gobiernos y generaciones.


Peor aún, los Planes Nacionales de Acción Climática (NDCs, por sus siglas en inglés) son, en muchos casos, ejercicios de redacción optimista más que hojas de ruta vinculantes. No existe un sistema de sanción efectiva para los países que incumplen, ni consecuencias políticas reales. La arquitectura institucional global permite decir sin hacer, firmar sin ejecutar.

Por ejemplo, Brasil se comprometió a reducir la deforestación en la Amazonía, pero simultáneamente flexibilizó leyes ambientales y permitió el avance de la agroindustria. Estados Unidos cuando declaraba su regreso al liderazgo climático antes de Trump, mantenía subsidios multimillonarios al petróleo y al gas. China lidera en energías renovables y, a la vez, sigue abriendo plantas de carbón. Estas contradicciones no son anomalías: son la norma.

Esto es parte de lo que se ha denominado "la trampa de la mitigación simbólica": una forma de simular acción mientras se perpetúa el statu quo. El ambientalista Bill McKibben lo ha dicho claramente: "El clima no negocia. O cortamos las emisiones o sufrimos las consecuencias".

Bill McKibben, ambientalista estadounidense, especialmente conocido en su país​ por sus escritos sobre el impacto del calentamiento global.
Bill McKibben, ambientalista estadounidense, especialmente conocido en su país​ por sus escritos sobre el impacto del calentamiento global.

También se han promovido falsas soluciones tecnológicas como el Carbon Capture and Storage (CCS), una tecnología que supuestamente capturará CO₂ de las plantas industriales y lo almacenará en el subsuelo. A pesar de décadas de inversión y publicidad, no ha demostrado ser escalable ni económicamente viable a gran escala. Pero sirve para justificar la expansión de industrias contaminantes con la promesa de una corrección futura.


Los bonos de carbono, que permiten a las empresas pagar por supuestas reducciones de emisiones en otras partes del mundo, han sido objeto de críticas contundentes. Investigaciones como las de The Guardian y SourceMaterial revelaron que más del 90% de los créditos de carbono de la iniciativa Verra, la mayor certificadora del mundo, no representaban reducciones reales y verificables de emisiones.

El Estándar de Carbono Verificado, anteriormente Estándar de Carbono Voluntario, es un estándar para certificar créditos de carbono para compensar emisiones. VCS es administrado por Verra, un certificador de compensaciones voluntarias de carbono.
El Estándar de Carbono Verificado, anteriormente Estándar de Carbono Voluntario, es un estándar para certificar créditos de carbono para compensar emisiones. VCS es administrado por Verra, un certificador de compensaciones voluntarias de carbono.

Además, el marco financiero global favorece la inercia climática. Los bancos continúan financiando proyectos fósiles mientras promueven estrategias ESG (ambientales, sociales y de gobernanza) que muchas veces no son más que lavado verde corporativo. BlackRock, JPMorgan Chase y otros gigantes financieros aseguran apoyar la transición ecológica, pero sus inversiones cuentan otra historia.


La mitigación efectiva requiere decisiones impopulares: eliminar subsidios fósiles, detener nuevos proyectos de exploración petrolera, limitar el consumo energético de sectores privilegiados, y cambiar radicalmente la matriz productiva. Pero la política climática ha sido colonizada por el marketing y el cálculo electoral.


Si el objetivo es mantener el calentamiento global por debajo de 1,5 °C —como recomienda el IPCC—, entonces la reducción de emisiones debe ser drástica, inmediata y sostenida. Según el informe especial del IPCC de 2018, esto implica una reducción global del 45% de las emisiones para 2030. Estamos en 2025. Cada año perdido aumenta el sufrimiento de millones.


Finanzas climáticas — la deuda moral impaga

En 2009, durante la COP15 en Copenhague, los países más ricos del mundo prometieron movilizar 100 mil millones de dólares anuales en financiamiento climático para apoyar a los países en desarrollo. Se trataba, en teoría, de un acto de justicia histórica: los que más han contaminado debían ayudar a los que menos recursos tienen para enfrentar los impactos del calentamiento global.


Sin embargo, en 2025 esa promesa sigue sin cumplirse. Lo que debía ser una transferencia directa, en forma de donaciones, ha terminado siendo una mezcolanza opaca de préstamos, garantías, inversiones privadas y fórmulas contables creativas que inflan los números pero vacían el sentido.


La OCDE reconoce que buena parte del financiamiento climático se canaliza como préstamos reembolsables, muchas veces a tasas de mercado. Es decir, los países empobrecidos no solo no reciben justicia, sino que se endeudan aún más por adaptarse a una crisis que no provocaron.


El periodista Vijay Prashad es enfático: "El Norte Global ha colonizado la atmósfera del planeta, y ahora quiere cobrarle al Sur por el derecho a adaptarse". No se trata solo de una injusticia económica, sino de una deuda moral impaga. Durante siglos, las potencias coloniales extrajeron recursos, contaminaron territorios y acumularon riqueza a costa del empobrecimiento ambiental del sur. ¿Y ahora les exigen eficiencia?

Vijay Prashad - Periodista e investigador
Vijay Prashad - Periodista e investigador

Además, los fondos que efectivamente llegan suelen estar condicionados a reformas estructurales, privatización de servicios o alianzas público-privadas que favorecen más a los inversores que a las comunidades afectadas. Las mismas instituciones financieras que financiaron megaproyectos contaminantes en el siglo XX ahora se presentan como salvadoras verdes, sin reconocer su pasado ni reformar sus prácticas.


Un ejemplo claro es el Banco Mundial, que ha seguido financiando proyectos de infraestructura fósil incluso después del Acuerdo de París, mientras declara su compromiso con la sostenibilidad. La duplicidad es la norma, no la excepción.


Frente a este panorama, organizaciones del sur global —como Climate Justice Alliance, Oilwatch o Amigos de la Tierra— han exigido una nueva arquitectura financiera internacional basada en justicia climática. Proponen cancelar las deudas ilegítimas, aumentar la financiación no reembolsable, y transferir tecnología de forma solidaria, sin patentes ni condiciones abusivas.


Pero los países ricos se niegan a ceder poder. Prefieren seguir controlando los flujos de dinero verde desde instituciones dominadas por el Norte, como el Fondo Verde para el Clima o el FMI. Y así, la promesa de justicia climática se transforma en una nueva forma de colonialismo financiero, más sutil pero igual de violento.


El fraude de las soluciones de mercado — capitalismo verde o cinismo institucionalizado

Desde hace más de dos décadas, la respuesta institucional dominante al cambio climático ha consistido en confiar ciegamente en el mercado. Se han creado mecanismos como los bonos de carbono, las compensaciones voluntarias, los créditos REDD+, y un sinfín de instrumentos que prometen eficiencia, innovación y escalabilidad. Pero la realidad es más brutal: estos mecanismos han servido más para lavar imagen que para reducir emisiones.


Naomi Klein: "Esto lo cambia todo. El capitalismo contra el clima" - Conferencia en Madrid

Los bonos de carbono permiten que una empresa altamente contaminante “compense” sus emisiones financiando proyectos de conservación o reforestación en otro lugar del mundo. Es decir, pueden seguir contaminando, siempre y cuando paguen una cuota simbólica para “equilibrar” sus daños. El resultado es una ficción contable: las emisiones no bajan, pero el balance corporativo queda impecable.


Recordemos el reportaje de The Guardian y SourceMaterial que nombrábamos anteriormente en donde más del 90% de los créditos de carbono avalados por Verra, el mayor certificador mundial, eran esencialmente inútiles: no representaban reducciones reales de emisiones, sino estimaciones infladas, dobles contabilidades o proyectos que nunca se habrían concretado de todos modos. Es decir, humo verde.


El mecanismo REDD+ (Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación de Bosques) prometía proteger selvas tropicales pagando a comunidades o gobiernos locales para evitar la tala. Sin embargo, múltiples estudios han documentado cómo este sistema ha derivado en acaparamientos de tierras, exclusión de pueblos indígenas y criminalización de formas tradicionales de uso del territorio.


Se ha creado una economía entera del "offsetting", donde aerolíneas, petroleras y marcas de lujo tranquilizan a sus clientes con el discurso de que sus vuelos, sus combustibles y sus productos son “neutrales en carbono”. Todo gracias a estas compensaciones que, en la práctica, perpetúan el extractivismo y el consumo desmedido del norte global.


La ONU, a través de su Mecanismo de Desarrollo Limpio (MDL), también ha sido parte del problema. En lugar de impulsar una verdadera transformación energética, el MDL ha financiado proyectos hidroeléctricos, monocultivos de palma africana y plantas de tratamiento que han sido denunciadas por violaciones de derechos humanos y ambientales.

¿Dónde quedó la coherencia? Se invierte más en hacer parecer verde al sistema que en transformarlo realmente. Y mientras los mercados se llenan de productos con etiquetas de “sostenibilidad”, el planeta sigue envenenado por las mismas industrias que financian estas campañas. Es la lógica del greenwashing llevada al extremo: una cosmética institucional de la crisis.


La investigadora Naomi Klein lo advirtió ya en 2014 con su libro “Esto lo cambia todo: el capitalismo contra el clima”: el problema no es simplemente la contaminación, sino el modelo económico que la produce y se beneficia de ella. Mientras no enfrentemos esa raíz estructural, toda solución será parcial, decorativa y cínica.


Por si fuera poco, los instrumentos de mercado han desplazado las soluciones basadas en derechos. Comunidades indígenas, campesinas y afrodescendientes —que han cuidado territorios por siglos— son marginadas de los fondos y decisiones, mientras grandes ONGs ambientales y bancos multilaterales acaparan recursos en nombre de la eficiencia climática.


¿El resultado? Una arquitectura global del engaño, donde se mide más lo que se promete que lo que se hace, y donde el mercado, lejos de ser un aliado, es juez y parte del desastre climático.


El elefante en la sala — el modelo de desarrollo es el problema

La raíz del colapso climático no está solo en las emisiones. Está en el modelo de desarrollo que las produce, las naturaliza y las multiplica. Un modelo basado en la acumulación sin límites, en la explotación sistemática de cuerpos, territorios y ecosistemas, en la ideología del crecimiento eterno en un planeta finito.


Mientras los gobiernos proclaman “transiciones verdes”, los fundamentos del sistema permanecen intactos. Se sigue midiendo el éxito en términos de PIB, se prioriza la inversión extranjera directa por sobre la soberanía ambiental, se compite por mercados y recursos como si el colapso ecológico fuera una carrera de oportunidades. No hay acción climática posible si no cuestionamos el dogma del crecimiento.


En palabras de Jason Hickel, economista y autor de "Menos es más": “No podemos resolver la crisis climática con el mismo sistema económico que la causó. Necesitamos una transformación profunda, una economía que se centre en el bienestar, no en el crecimiento por el crecimiento”.

Pero ese debate sigue siendo tabú. El modelo neoliberal ha colonizado incluso el lenguaje de la sustentabilidad. Así, se habla de “crecimiento verde” como si fuera posible disociar el aumento de la producción y el consumo de su impacto ambiental. El propio Banco Mundial impulsa esta narrativa, pese a que múltiples estudios (como los de la Agencia Europea de Medio Ambiente o el Stockholm Resilience Centre) advierten que no hay evidencia empírica suficiente de una desvinculación absoluta entre crecimiento y degradación ecológica.


Lo que se presenta como “transición energética” es, en muchos casos, una expansión energética encubierta. Se electrifican los autos, pero no se reduce el parque automotriz. Se instalan parques solares, pero no se cuestiona el hiperconsumo. Se producen paneles en masa con litio extraído de territorios indígenas sin consulta ni reparación. La tecnología, lejos de ser neutra, es parte del conflicto.


Los países del sur global son obligados a elegir entre crisis climática o dependencia extractiva. Se les exige “descarbonizar” mientras se les impone seguir exportando materias primas a bajo costo. El colonialismo no terminó: cambió de ropaje. Hoy se llama “seguridad energética” del norte, “ventajas comparativas”, “competitividad”, “apertura al mercado”.


El modelo urbano tampoco escapa a esta lógica. Las ciudades siguen creciendo de forma desordenada, con segregación socioambiental, consumo irracional de suelo, y huellas de carbono descomunales. La expansión del hormigón reemplaza humedales, la movilidad se privatiza, y la infraestructura verde es más estética que funcional. El urbanismo sustentable es, muchas veces, una etiqueta de marketing.


Y mientras tanto, el sistema alimentario global continúa siendo uno de los principales motores de destrucción planetaria. La agroindustria, responsable de un tercio de las emisiones globales, sigue apostando por monocultivos, pesticidas y deforestación masiva. La lógica de la exportación ha convertido bosques en campos de soya, humedales en corrales de engorda, y océanos en basureros plásticos.


Replantear el desarrollo implica pensar en decrecimiento, en postextractivismo, en justicia ecológica. No basta con ajustar variables: hay que cambiar de paradigma. Volver a economías locales, diversificadas, democráticas, arraigadas en los territorios. Apostar por la soberanía alimentaria, la agroecología, la energía comunitaria, el transporte público, la educación ambiental.


Pero eso requiere enfrentar poderes reales: las corporaciones transnacionales, los organismos multilaterales, las oligarquías nacionales. Requiere una ciudadanía organizada, informada y radicalmente crítica.


Emergencia permanente — del colapso climático a la necropolítica verde

En el siglo XXI, el cambio climático no solo ha devenido en catástrofe natural, sino también en herramienta de gobernanza. Lo que antes era una excepción —un huracán, una sequía, una ola de calor— se ha convertido en regla. Y ante esta normalización del desastre, los Estados y las corporaciones han comenzado a gestionar la crisis no para prevenirla, sino para administrarla a su favor.


La necropolítica verde: un modelo donde los gobiernos deciden quién vive y quién muere en nombre de la adaptación climática. Donde las zonas sacrificables coinciden sospechosamente con los territorios pobres, indígenas o racializados. Donde la resiliencia se convierte en mandato individual y no en derecho colectivo. Donde la crisis no se resuelve: se terceriza.


Las catástrofes climáticas —incendios, sequías, inundaciones, olas de calor— se multiplican. Pero en lugar de acelerar una transformación estructural, lo que crece es el negocio de la emergencia. Compañías privadas lucran con la reconstrucción, aseguradoras suben sus primas o abandonan territorios enteros, y los gobiernos militarizan la ayuda en lugar de garantizar derechos. La respuesta al desastre se convierte en una nueva forma de acumulación.

El caso de Puerto Rico tras el huracán María es paradigmático. Mientras miles de personas morían sin acceso a agua ni electricidad, empresas como Tesla y firmas de Wall Street vieron una “oportunidad” para imponer modelos energéticos privatizados. El desastre fue aprovechado para reforzar la dependencia económica y debilitar la soberanía local.


Lo mismo ocurre en África Subsahariana, donde las sequías extremas alimentan conflictos armados y desplazamientos masivos. Naciones Unidas advierte que el cambio climático será uno de los mayores impulsores del éxodo humano. Sin embargo, en vez de atender las causas estructurales, la respuesta global ha sido blindar fronteras, endurecer políticas migratorias y criminalizar la movilidad.


En este marco, la resiliencia se convierte en un mandato ideológico. Ya no se trata de transformar el sistema, sino de adaptarse a su violencia. Las comunidades deben “ser fuertes”, “innovadoras”, “autoeficientes”... mientras el Estado se retira. Se impone una lógica neoliberal de la adaptación, donde sobrevivir es un privilegio más que un derecho.


La emergencia climática también sirve para justificar medidas autoritarias. Bajo el pretexto de la crisis, se aprueban estados de excepción, se restringen derechos y se reprime la protesta ambiental. En nombre del clima, se impone una nueva arquitectura de control. Lo ecológico deviene en instrumento de disciplinamiento.

Y todo esto se hace bajo la etiqueta de lo “verde”. Es el nuevo rostro del autoritarismo: un autoritarismo sustentable. Se militarizan territorios para proteger parques eólicos, se reprime a comunidades para asegurar corredores de hidrógeno, se criminaliza la defensa del agua en nombre del desarrollo sostenible. El clima se vuelve excusa y pantalla.


Este proceso fue anticipado por teóricos como Achille Mbembe, quien en su obra sobre necropolítica advertía que la soberanía moderna se ejerce sobre la capacidad de decidir quién puede ser expuesto a la muerte. En el contexto climático, esta lógica se aplica a regiones enteras que son abandonadas, a poblaciones que son descartadas, a vidas que son consideradas sacrificables.

En resumen: no solo hay una crisis climática. Hay una gestión desigual, cínica y profundamente violenta de esa crisis. Y lo más grave es que esta gestión se presenta como solución. Se nos pide confiar en las mismas estructuras que generaron el colapso, ahora disfrazadas de salvación.

La salida no puede ser más control, más privatización ni más militarización. La verdadera resiliencia debe ser colectiva, democrática y radical. Significa garantizar acceso universal a bienes comunes, fortalecer lo público, proteger los territorios desde abajo y descolonizar la política climática.


Tecnologías salvadoras — el fetichismo de la innovación frente al colapso

En el corazón del discurso climático dominante hay una fe casi religiosa en la tecnología. Paneles solares, inteligencia artificial, geoingeniería, captura de carbono, hidrógeno verde: cada innovación es presentada como una panacea. Pero esta fe ciega en la tecnociencia como salida del colapso climático no solo es ingenua: es peligrosa.


La tecnología puede ser parte de la solución, pero no es la solución. Cuando se convierte en sustituto del cambio estructural, opera como una coartada ideológica para no transformar el modelo económico, político y cultural que alimenta la crisis. El tecnooptimismo es, en muchos casos, una forma sofisticada de negacionismo.

En el caso de la captura directa de carbono (DAC, por sus siglas en inglés). Se trata de tecnologías que aspiran literalmente a "aspirar" el CO₂ de la atmósfera. El problema es que, según estudios recientes (IEA, 2023), estas soluciones son energéticamente ineficientes, extremadamente costosas y están lejos de escalar a tiempo. Sin embargo, grandes contaminadores como ExxonMobil o Shell las promueven con entusiasmo: no porque funcionen, sino porque permiten seguir emitiendo hoy bajo la promesa de limpiar mañana.

Lo mismo ocurre con la geoingeniería solar, una propuesta distópica que plantea inyectar aerosoles en la estratósfera para reflejar la radiación solar. Suena como ciencia ficción —y lo es—, pero ya ha recibido apoyo financiero de figuras como Bill Gates. Sus efectos secundarios podrían ser catastróficos e impredecibles, desde alterar los patrones de lluvia hasta desestabilizar ecosistemas enteros (Royal Society, 2021). Pero la urgencia climática es utilizada como justificación para abrir la puerta a soluciones autoritarias y tecnocráticas.


Otra tecnología fetiche es el hidrógeno verde. Aunque tiene potencial como vector energético, su desarrollo actual está plagado de contradicciones: requiere agua dulce en zonas donde ya escasea, y su producción a gran escala implica infraestructura que invade territorios, desplaza comunidades y destruye ecosistemas. En Chile, por ejemplo, el Corredor del Hidrógeno en Magallanes ha sido criticado por su impacto ambiental y social, pese al entusiasmo del gobierno y las multinacionales energéticas (Terram, 2024).

Incluso las energías renovables, celebradas por su potencial transformador, pueden ser parte del problema si se insertan en una lógica extractivista. Megaparques solares y eólicos que despojan tierras ancestrales, minas de litio que destruyen salares, procesos de transición energética que replican las injusticias del modelo fósil. La "energía limpia" no garantiza justicia climática si se implementa sin participación democrática y sin respeto por los derechos humanos.


El problema, entonces, no es la tecnología en sí, sino el fetichismo tecnológico: la creencia de que basta con innovar para salvarnos. Esta narrativa refuerza la inacción estructural, desplaza el foco desde los cambios sociales y políticos hacia el laboratorio, y genera una peligrosa ilusión de control. Se nos dice: "no se preocupen, la ciencia nos salvará". Pero la ciencia —como la política— está atravesada por intereses.


Este fetichismo también se expresa en el uso excesivo de métricas, algoritmos y soluciones digitales que tecnifican el problema y excluyen a las comunidades. Las llamadas "smart cities" o ciudades inteligentes muchas veces priorizan la eficiencia sobre la justicia, y convierten a los ciudadanos en datos antes que en sujetos políticos. Es una ecología sin pueblo, una sostenibilidad sin democracia.


En lugar de depender ciegamente de tecnologías milagrosas, necesitamos una tecnopolítica crítica. Eso implica:

  1. Evaluar cada tecnología no solo por su eficiencia técnica, sino por sus impactos sociales, éticos y ecológicos.

  2. Invertir en innovación abierta, descentralizada y comunitaria, no solo en desarrollos corporativos.

  3. Democratizar la producción de conocimiento y priorizar saberes locales y ancestrales.

  4. Reconocer que la verdadera innovación no siempre es digital: puede ser organizativa, cultural, agroecológica.



Cumbres climáticas — diplomacia de cartón y show geopolítico

Cada año, el mundo se detiene a observar las Cumbres del Clima —las famosas COP— como si fuesen el escenario decisivo donde se libra el destino del planeta. Líderes mundiales, negociadores, CEOs, ONG, medios de comunicación, activistas y celebridades aterrizan en ciudades disfrazadas temporalmente de capitales verdes. Pero tras las luces LED, los discursos inspiradores y las promesas de última hora, ¿qué queda? Un guion repetido, acuerdos vacíos y una huida estructural hacia adelante.

Las Conferencias de las Partes (COP) fueron concebidas como el espacio multilateral para coordinar la respuesta global al cambio climático. Desde la firma de la Convención Marco sobre el Cambio Climático (CMNUCC) en 1992, han pasado más de 30 años de cumbres, declaraciones y roadmaps. Sin embargo, en ese mismo período, las emisiones globales de CO₂ no han bajado: han aumentado en más de un 60% (Global Carbon Project, 2023).


La desconexión entre diplomacia climática y realidad es abismal. La COP26 en Glasgow (2021), la COP27 en Egipto (2022) y la COP28 en Dubái (2023) fueron ejemplos emblemáticos de cómo la retórica ha reemplazado la acción. En lugar de compromisos vinculantes, se pactan “declaraciones de intención”. En vez de exigir responsabilidades a los países más emisores, se diluyen las metas en lenguaje ambiguo: "phase down" -reducción gradual"- en lugar de "phase out" -reducción progresiva" para el carbón, por ejemplo.

Uno de los grandes problemas es que las cumbres climáticas están capturadas por intereses corporativos. En la COP28, más de 2.400 lobistas de combustibles fósiles estuvieron acreditados oficialmente, superando a cualquier delegación nacional (Corporate Accountability, 2023). Es como organizar una cumbre antitabaco y entregar el micrófono a Philip Morris. ¿Cómo se puede esperar una transformación estructural si quienes se benefician del colapso están diseñando la hoja de ruta climática?


El greenwashing institucional no se limita al sector privado. Gobiernos del Norte Global posan como líderes verdes mientras expanden sus subsidios fósiles, aprueban nuevos proyectos extractivos y externalizan su contaminación al Sur Global. Canadá, Noruega, EE.UU. o Reino Unido figuran entre los más cínicos: predican transición y siembran pozos de petróleo. Incluso cuando promueven la “financiación climática”, lo hacen bajo términos de mercado, endeudando a países vulnerables en nombre de la sostenibilidad.


Estas cumbres también operan como distractores geopolíticos. En lugar de discutir la redistribución del poder económico, la descolonización de la producción energética o la justicia ecológica global, se negocia bajo la lógica del mínimo común denominador. Se sacrifica la urgencia por el consenso. Se mide el éxito por la extensión del documento final, no por su efectividad.


Mientras tanto, el planeta arde. La ventana de acción para limitar el calentamiento a 1,5°C se está cerrando a toda velocidad. Pero los marcos diplomáticos continúan priorizando la estabilidad de los mercados sobre la estabilidad del clima. Las COP ya no son foros de solución, sino rituales de administración del desastre.


La única forma de recuperar su legitimidad sería prohibir la participación de lobbies fósiles y establecer reglas claras de conflicto de interés y convertir los compromisos en obligaciones jurídicas, con mecanismos de sanción para los incumplidores.

Si no se replantea a arquitectura institucional del clima para que no sea funcional al status quo, las COP seguirán siendo escenarios de diplomacia decorativa. Festivales de promesas que no enfrían el planeta. Convenciones del simulacro.


El negacionismo climático 2.0 — de la conspiración a la confusión institucional

El negacionismo climático no desapareció: se transformó. Ya no se limita a voces marginales que niegan el calentamiento global; ahora opera desde centros de poder, disfrazado de escepticismo racional, retraso técnico o prudencia fiscal. Esta nueva forma de negacionismo, más sofisticada y peligrosa, no busca refutar la ciencia climática, sino desactivar la urgencia y banalizar la acción.


Llamémoslo negacionismo climático 2.0. En vez de gritar “el cambio climático es un invento”, hoy se murmura que “hay tiempo”, que “la adaptación es más realista”, que “la tecnología nos salvará” o que “no hay que apresurarse a descarbonizar porque daña la economía”. Es el negacionismo por dilación: una estrategia para frenar el cambio sin parecer retrógrados. Para mantener el business as usual sin ensuciarse las manos con teorías conspirativas.

El Comité para un Mañana Constructivo (CFACT) se fundó en 1985. Desarrolla políticas y labores de cabildeo sobre medio ambiente desde una perspectiva libertaria . Se presenta como una respuesta conservadora a los Grupos de Investigación de Interés Público (PIRG) de EE. UU. (p. ej. , NYPIRG , ConnPIRG, etc.), grupos de cabildeo progresistas interesados ​​en cuestiones ambientales. Los PIRG obtienen gran parte de su financiación mediante campañas puerta a puerta y cuotas de actividades estudiantiles en campus universitarios de todo el país. El CFACT ha participado en iniciativas para eliminar esta financiación o ha fundado contraorganizaciones que darían una porción del pastel a las causas de derecha .
El Comité para un Mañana Constructivo (CFACT) se fundó en 1985. Desarrolla políticas y labores de cabildeo sobre medio ambiente desde una perspectiva libertaria . Se presenta como una respuesta conservadora a los Grupos de Investigación de Interés Público (PIRG) de EE. UU. (p. ej. , NYPIRG , ConnPIRG, etc.), grupos de cabildeo progresistas interesados ​​en cuestiones ambientales. Los PIRG obtienen gran parte de su financiación mediante campañas puerta a puerta y cuotas de actividades estudiantiles en campus universitarios de todo el país. El CFACT ha participado en iniciativas para eliminar esta financiación o ha fundado contraorganizaciones que darían una porción del pastel a las causas de derecha .

En diciembre de 2009, CFACT fue coorganizador del Copenhagen Climate Challenge , una conferencia para escépticos del cambio climático que coincidió con la conferencia sobre cambio climático COP15 . [1]


En noviembre de 2015, CFACT anunció el estreno de su película Climate Hustle el mes siguiente, coincidiendo con las 21ª negociaciones internacionales sobre el clima de las Naciones Unidas.

Los principales portavoces de este negacionismo institucional no son negacionistas tradicionales, sino think tanks, medios corporativos, ministros de finanzas y CEOs de empresas extractivas. Un estudio del Climate Investigations Center reveló que organizaciones como el American Enterprise Institute o el Heartland Institute —con vínculos a ExxonMobil y Koch Industries— continúan difundiendo informes que desacreditan políticas climáticas agresivas, aunque reconozcan tácitamente la existencia del cambio climático.

Koch Industries sigue siendo la mayor empresa privada de EE. UU. por ingresos. Con operaciones en más de 60 países y cerca de 130.000 empleados, destaca por su diversificación industrial y su fuerte influencia política, apoyando causas conservadoras y generando críticas por su postura ante el cambio climático y la regulación estatal.
Koch Industries sigue siendo la mayor empresa privada de EE. UU. por ingresos. Con operaciones en más de 60 países y cerca de 130.000 empleados, destaca por su diversificación industrial y su fuerte influencia política, apoyando causas conservadoras y generando críticas por su postura ante el cambio climático y la regulación estatal.

Además, los gobiernos también juegan su parte. Muchos presentan planes climáticos nacionales (NDCs) con metas que saben inalcanzables. O manipulan las estadísticas para mostrar avances ilusorios. O lanzan “planes piloto” que nunca escalan. Se trata de una política del simulacro: aparentar compromiso mientras se posterga la transformación estructural.


El negacionismo 2.0 también se expresa en el lenguaje. Términos como "net-zero" o "carbono neutral" son usados para suavizar compromisos. En vez de hablar de reducciones absolutas, se habla de compensaciones futuras, tecnologías aún no probadas o medidas voluntarias. El discurso se vuelve un escudo para no hacer nada significativo.


Incluso instituciones académicas y científicas caen en esta trampa. Al evitar pronunciamientos “demasiado políticos”, terminan reproduciendo un tono neutral que refuerza la inacción. El mito de la objetividad científica se convierte en cómplice del retraso político.


Esta nueva forma de negacionismo es más dañina porque es más creíble. Porque no se opone frontalmente al consenso científico, sino que lo sabotea desde dentro. Porque disfraza la pasividad de racionalidad. Y porque sus promotores no se ven como villanos, sino como gestores responsables.

Desenmascarar este fenómeno implica exponer sus vínculos financieros y conflictos de interés y desmontar el lenguaje engañoso que promueve. El negacionismo del siglo XXI ya no niega el fuego: dice que no es urgente apagarlo.


Los nuevos colonizadores verdes — extractivismo renovado bajo la bandera del clima

La transición energética global ha abierto un nuevo capítulo del extractivismo. Esta vez, bajo el pretexto de salvar al planeta. Litio, cobre, níquel, cobalto y tierras raras: los minerales críticos para fabricar baterías, paneles solares y turbinas eólicas se han convertido en el nuevo oro del siglo XXI. Y con ello, en el nuevo botín de una colonización verde que reproduce las mismas lógicas de despojo que el extractivismo fósil.


Las grandes potencias no buscan transformar su relación con la naturaleza: simplemente quieren nuevos territorios de sacrificio que alimenten sus promesas de descarbonización. América Latina, África y Asia son nuevamente los patios traseros del desarrollo ajeno. Las comunidades locales que habitan estos territorios —en muchos casos pueblos indígenas— enfrentan desplazamientos, contaminación, violación de derechos y criminalización por defender sus tierras.


El caso del "triángulo del litio" (Chile, Bolivia y Argentina) es paradigmático. A nombre de la transición ecológica, se están expandiendo proyectos de extracción de litio que consumen enormes cantidades de agua en zonas desérticas, destruyen ecosistemas únicos y desplazan modos de vida ancestrales. Todo esto para abastecer automóviles eléctricos en Europa, Estados Unidos o China.

"El Triángulo del litio" (Chile, Bolivia y Argentina)
"El Triángulo del litio" (Chile, Bolivia y Argentina)

En África, el auge del cobalto en países como la República Democrática del Congo ha implicado condiciones de trabajo esclavizantes, incluyendo trabajo infantil, bajo vigilancia de empresas transnacionales que externalizan responsabilidades ambientales y sociales. Las mismas empresas que luego publican informes de sostenibilidad y patrocinan cumbres climáticas.


Esta “colonización verde” no es un desvío, es la norma del capitalismo climático. A falta de una transformación estructural, se reproduce el extractivismo con nuevos rostros. Los discursos sobre “economía verde” y “crecimiento limpio” sirven de cobertura para una expansión territorial del modelo, donde lo único que cambia es la mercancía explotada.


Incluso las energías renovables —solar, eólica, hidrógeno verde— están siendo implementadas sin consulta previa, sin participación ciudadana vinculante, y con impactos ambientales subestimados. En muchos casos, el Estado actúa como facilitador de los intereses corporativos y reprimidor de la protesta social.

Por eso, el verdadero desafío no es sólo cambiar la fuente de energía, sino cambiar el paradigma energético. Dejar atrás el consumo ilimitado, el crecimiento compulsivo, la lógica de centro y periferia. Avanzar hacia un modelo energético descentralizado, democrático, basado en la soberanía territorial y la justicia ecosocial.


No podemos permitir que el Sur Global vuelva a ser la zona de sacrificio de las promesas incumplidas del Norte. La transición debe ser justa, o no será. Porque si descarbonizar implica re-colonizar, no estamos resolviendo el problema: sólo estamos pintando de verde la dominación.


Agricultura industrial y crisis climática — el otro gran emisor invisible

Cuando se habla de cambio climático, la atención suele centrarse en las chimeneas de las industrias o los tubos de escape de los automóviles. Sin embargo, hay un actor silencioso, muchas veces ignorado, que contribuye de forma descomunal al calentamiento global: la agricultura industrial. Responsable de al menos el 30% de las emisiones globales —considerando producción, transporte, deforestación y procesamiento— este modelo agroalimentario ha sido uno de los principales motores de destrucción ecosistémica y crisis climática.

El agronegocio global, dominado por un puñado de corporaciones, promueve monocultivos extensivos, uso intensivo de fertilizantes sintéticos, pesticidas, antibióticos y la expansión de la ganadería intensiva. Todo esto genera emisiones masivas de metano, óxidos de nitrógeno y CO₂, además de provocar deforestación, degradación de suelos y pérdida de biodiversidad. El modelo se basa en la maximización de rendimientos a costa de la salud del planeta.


El caso del Amazonas es ilustrativo. Gran parte de la deforestación en Brasil se debe a la expansión de la soja y el ganado, destinados en su mayoría a la exportación como alimento animal. Es decir, destruimos bosques milenarios para alimentar vacas en Europa o Asia. Esta lógica perversa está alimentada por tratados de libre comercio, subsidios a la agroindustria y políticas públicas que priorizan el PIB por sobre la resiliencia ecológica.


La concentración corporativa en el sector alimentario ha generado una pérdida de soberanía alimentaria. Cinco empresas controlan más del 60% del comercio global de granos. Esto no sólo implica poder económico, sino influencia política para frenar regulaciones ambientales, cooptar instituciones y moldear narrativas que presentan este modelo como inevitable y eficiente.

A nivel climático, los sistemas alimentarios industriales también son extremadamente vulnerables. Dependientes de combustibles fósiles para su funcionamiento —maquinaria, fertilizantes, transporte—, son incapaces de adaptarse a eventos extremos como sequías prolongadas, olas de calor o inundaciones. El colapso de estos sistemas afectará primero a las comunidades más pobres, pero su impacto será global.


En contraste, la agroecología y los sistemas alimentarios locales, diversificados y de pequeña escala, han demostrado ser más resilientes, menos contaminantes y más justos. Aun así, siguen siendo marginados en las políticas climáticas globales, que prefieren soluciones tecnológicas —como agricultura de precisión o biotecnología genética— que no cuestionan el modelo extractivo.


Las falsas soluciones como los mercados de carbono agrícola o los “agrosistemas inteligentes” propuestos por grandes compañías ocultan el problema de fondo: no se puede combatir el cambio climático sin transformar radicalmente el sistema agroalimentario global.


Una transición agroecológica, basada en la soberanía alimentaria, la justicia climática y la regeneración de los ecosistemas, es no sólo necesaria, sino urgente. Porque mientras la agricultura industrial siga siendo intocable, cualquier esfuerzo climático será incompleto y contradictorio.


Película "La Mentira Verde" - Trailer

Ciudades en crisis — urbanismo tóxico y desigualdad climática

En el imaginario moderno, la ciudad simboliza el progreso, la innovación y el desarrollo. Pero ese mismo imaginario omite una verdad incómoda: las ciudades son también máquinas de emitir carbono, generadoras de residuos y focos de desigualdad ambiental. Más del 70% de las emisiones globales de gases de efecto invernadero provienen de zonas urbanas, y la expansión urbana —especialmente en países del sur global— suele replicar modelos insostenibles, excluyentes y vulnerables al colapso climático.

La promesa de la "ciudad verde" o "inteligente" se ha convertido en un nuevo fetiche. Se promueven edificios con certificación LEED, techos verdes, bicicletas públicas y sensores de calidad del aire, mientras la desigualdad estructural y el consumo desmesurado de recursos siguen siendo intocables. Las llamadas “soluciones urbanas sostenibles” muchas veces benefician solo a las élites urbanas, dejando a los sectores populares en zonas de riesgo, sin acceso a transporte digno, servicios básicos resilientes o espacios verdes.


La lógica de urbanización neoliberal ha transformado el territorio en una mercancía. Las ciudades compiten entre sí por atraer inversiones, turismo y eventos globales, mientras expulsan a las poblaciones vulnerables mediante procesos de gentrificación y especulación inmobiliaria. Este fenómeno, disfrazado de regeneración urbana, suele consolidar un apartheid climático: quienes menos contaminan, viven en las zonas más expuestas a inundaciones, olas de calor o contaminación.


Además, la infraestructura urbana es profundamente dependiente de combustibles fósiles. Desde el cemento y el acero hasta los sistemas de transporte y la refrigeración, las ciudades modernas están atrapadas en un metabolismo energético incompatible con la descarbonización real. Y frente a las crisis climáticas, su capacidad de adaptación es limitada por intereses económicos, corrupción política y una visión fragmentada del desarrollo territorial.


Los planes de resiliencia urbana frecuentemente se concentran en respuestas tecnológicas, sin abordar los determinantes sociales del riesgo. ¿De qué sirve una alerta temprana si no hay infraestructura segura? ¿Cómo se evacúa un barrio si la única salida colapsa al primer incendio? ¿Qué sentido tiene hablar de “resiliencia” si no se democratiza el derecho a la ciudad?


Por otra parte, las ciudades también son escenario de luchas y alternativas. Desde huertas comunitarias hasta cooperativas de vivienda ecológica, existen experiencias que desbordan el urbanismo capitalista y plantean formas distintas de habitar. Estas prácticas, aunque invisibilizadas, son clave para imaginar y construir ciudades post-carbono.

Repensar la ciudad desde la justicia climática implica cuestionar el modelo extractivo de urbanización, priorizar la inclusión, la descentralización y la regeneración ecológica. Implica reconocer que la solución no está en más tecnología, sino en menos desigualdad y más participación. Porque en un planeta en crisis, las ciudades deben dejar de ser parte del problema y convertirse —realmente— en parte de la solución.


Justicia climática — entre la retórica institucional y la resistencia desde abajo

La justicia climática se ha convertido en uno de los conceptos más manoseados y tergiversados del discurso ambiental global. Políticos, ONG, agencias multilaterales y empresas lo invocan con ligereza, como si nombrarlo bastara para practicarlo. Pero la justicia climática no es un eslogan publicitario ni un ornamento semántico para adornar políticas tibias. Es, ante todo, una exigencia ética, política y civilizatoria: distribuir de manera equitativa los costos, responsabilidades y decisiones frente a la crisis climática. Y eso, por supuesto, incomoda al poder.


Desde su origen en los movimientos por la justicia ambiental en el sur de Estados Unidos, el concepto ha señalado las profundas desigualdades raciales, sociales y geopolíticas que definen el daño ecológico. No es casualidad que los barrios más contaminados estén habitados por comunidades racializadas, ni que los países más vulnerables al cambio climático sean los que menos han contribuido al problema. Hablar de justicia climática implica reconocer la historia: colonialismo, esclavitud, extractivismo y desposesión son parte del relato climático.


Sin embargo, el sistema internacional ha domesticado el concepto. En las COP, la "justicia climática" se convierte en una fórmula diplomática para calmar las tensiones entre norte y sur, sin transformar la estructura del sistema económico global. Los países ricos defienden sus privilegios históricos con promesas de financiamiento que nunca llegan, mientras mantienen intactos sus modelos de producción y consumo. La justicia climática termina siendo una performance: se nombra, pero no se practica.


Fridays for Future - Chile
Fridays for Future - Chile

En este escenario, las resistencias desde abajo emergen como un contrapeso imprescindible. Movimientos indígenas, campesinos, feministas, ecologistas y juveniles reconfiguran el sentido de la justicia climática, vinculándola con la soberanía alimentaria, los derechos territoriales, el decrecimiento y la autodeterminación. Para estas luchas, la justicia climática no es una demanda sectorial, sino una visión integral de transformación del mundo.


Las mujeres, especialmente en comunidades rurales y pueblos originarios, han sido pioneras en articular una ecología del cuidado frente a la devastación ambiental. Su rol es clave, no solo por ser víctimas desproporcionadas del cambio climático, sino por su capacidad de sostener economías de subsistencia, defender el agua y el territorio, y proponer alternativas sistémicas. El ecofeminismo aporta aquí una mirada crítica que entrelaza opresiones de género, clase, raza y especie.


También el movimiento juvenil ha sido un actor relevante. Desde Fridays for Future hasta Extinction Rebellion, la interpelación moral que protagonizan jóvenes en todo el mundo ha reconfigurado el debate climático. Exigen justicia intergeneracional, es decir, que las decisiones del presente no hipotequen el futuro. Su presencia en las calles, tribunales y redes sociales ha desplazado la narrativa dominante y visibilizado la dimensión ética de la crisis.

Extinction Rebellion
Extinction Rebellion

No obstante, estos movimientos enfrentan obstáculos estructurales. Criminalización, represión, cooptación institucional y falta de recursos son solo algunos. En muchos países, defender el ambiente es una sentencia de muerte. América Latina concentra el mayor número de asesinatos de líderes ambientales. La justicia climática, entonces, también es una cuestión de derechos humanos y de seguridad para quienes resisten.


Finalmente, la justicia climática exige una democratización profunda de la gobernanza ambiental. No basta con consultas simbólicas ni con eslóganes participativos. Se requiere redistribuir poder: que las comunidades decidan sobre sus territorios, que las políticas se construyan desde abajo y que las voces históricamente excluidas ocupen el centro del debate. La transición ecológica no puede ser otra imposición tecnocrática, sino un proceso colectivo, plural y situado.


La justicia climática no es una meta lejana ni un anexo de las políticas ambientales. Es el corazón mismo de la lucha contra el colapso ecológico. Porque no hay futuro habitable sin equidad, ni sostenibilidad sin reparación histórica.


Colonialismo ambiental y racismo climático — las geografías del sacrificio

El cambio climático no afecta a todos por igual. Lejos de ser un fenómeno "natural" con impactos homogéneos, sus consecuencias se distribuyen de manera profundamente desigual, replicando las jerarquías históricas del colonialismo y el racismo. En este contexto, emergen con fuerza los conceptos de colonialismo ambiental y racismo climático, que permiten nombrar la forma en que las comunidades del sur global y los pueblos racializados cargan con los mayores costos del colapso ecológico, mientras las potencias del norte global mantienen sus niveles de consumo y control geopolítico.


El colonialismo ambiental se manifiesta en la apropiación de territorios, recursos y cuerpos en nombre de la sostenibilidad. Desde los megaproyectos de energía "verde" en territorios indígenas hasta los mercados de carbono que transforman bosques comunitarios en activos financieros, el discurso ambiental ha sido instrumentalizado para justificar nuevas formas de despojo. Empresas europeas y norteamericanas invierten en plantaciones para "compensar" sus emisiones, desplazando comunidades y destruyendo ecosistemas bajo la bandera de la mitigación climática.

El racismo climático, por su parte, visibiliza cómo los impactos del cambio climático golpean con mayor fuerza a las poblaciones empobrecidas, racializadas y marginadas. Estudios del IPCC y de la ONU muestran que los países con menor responsabilidad histórica en las emisiones son los más vulnerables a sequías, huracanes, olas de calor y crisis alimentarias. Este desequilibrio no es accidental: es el resultado de siglos de desigualdad estructural y de un sistema económico global que perpetúa el extractivismo y la dependencia.


Las llamadas "zonas de sacrificio" —barrios expuestos a contaminación industrial, regiones degradadas por la minería o zonas costeras que desaparecerán bajo el aumento del nivel del mar— se concentran en lugares habitados por pueblos indígenas, comunidades afrodescendientes, migrantes y sectores populares. Son vidas consideradas prescindibles por la lógica del capital: cuerpos que pueden enfermar, territorios que pueden colapsar, historias que pueden desaparecer sin alterar la marcha del progreso.


Zona de Sacrificio - V región - Ventana - Chile
Zona de Sacrificio - V región - Ventana - Chile

Esta geografía del sacrificio también se expresa en las respuestas al cambio climático. Los desplazados climáticos —que ya superan los 20 millones al año según ACNUR— no encuentran acogida ni justicia. Los países del norte levantan muros, endurecen sus políticas migratorias y militarizan las fronteras, mientras externalizan la gestión del desastre a los mismos gobiernos del sur que carecen de recursos para proteger a sus poblaciones.


Frente a este panorama, la denuncia del colonialismo ambiental y el racismo climático es imprescindible. No hay solución climática justa si no se reconoce la deuda ecológica acumulada por los países industrializados ni si se siguen imponiendo soluciones desde arriba, sin voz ni participación de los pueblos afectados. Como han planteado movimientos como La Vía Campesina y Extinction Rebellion Global South.

La Vía Campesina
La Vía Campesina

La trampa de la adaptación climática: sobrevivir sin transformar

A medida que se agravan los efectos del cambio climático, el discurso oficial ha girado progresivamente hacia la "adaptación". Ya no se trata de evitar el desastre, sino de aprender a vivir con él. Gobiernos, instituciones financieras y organismos internacionales despliegan planes de adaptación climática para construir infraestructura resiliente, desarrollar cultivos más resistentes, reubicar comunidades y proteger activos económicos. Pero ¿qué significa realmente adaptarse en un contexto de colapso ecológico global?

Lejos de ser una estrategia emancipadora, la adaptación climática está siendo instrumentalizada como mecanismo para mantener el status quo. Se busca blindar el sistema actual ante sus propias consecuencias, en lugar de cuestionar sus cimientos. Es una adaptación técnica, no política; reactiva, no preventiva; orientada a proteger la rentabilidad antes que a garantizar derechos.


Las ciudades se adaptan al calor extremo con techos blancos y refugios climáticos, mientras continúan promoviendo el cemento y la especulación inmobiliaria. El sector agroindustrial desarrolla semillas resistentes a la sequía, pero perpetúa el modelo monocultivo y el uso intensivo de agroquímicos. Se crean seguros climáticos para agricultores pobres, sin cuestionar por qué la agricultura campesina carece de apoyo estructural.


La adaptación también se convierte en un nicho de negocio. Fondos públicos y privados financian grandes obras de ingeniería, como muros costeros, sistemas de drenaje y presas, que favorecen a empresas transnacionales y elites locales. Mientras tanto, las soluciones basadas en la comunidad, la agroecología, la restauración de ecosistemas y el conocimiento ancestral son marginadas por no ser suficientemente "escalables" o "rentables".

La Asociación Civil Árboles Sin Fronteras para los próximos cinco años planea llegar a los 65.000 árboles autóctonos plantados de los 100.000 que se pusieron como objetivo.
La Asociación Civil Árboles Sin Fronteras para los próximos cinco años planea llegar a los 65.000 árboles autóctonos plantados de los 100.000 que se pusieron como objetivo.

Este enfoque tecnocrático y gerencial de la adaptación deja intactas las causas del colapso y desplaza el foco desde la prevención hacia la gestión de consecuencias. Se naturaliza la catástrofe. Se acepta el sufrimiento de millones como variable de ajuste. Adaptarse, en este marco, es aceptar una realidad injusta como inevitable.

Pero hay otro camino. Diversos movimientos y comunidades están construyendo formas de adaptación transformadora: estrategias que no solo enfrentan los impactos del cambio climático, sino que desafían las lógicas que lo provocan. Desde la soberanía alimentaria hasta la autogestión del agua, desde los procesos de reforestación comunitaria hasta la planificación participativa del territorio, estas prácticas muestran que adaptarse también puede significar resistir, reimaginar y reconstruir.


Geoingeniería — el experimento planetario de las élites

Ante el fracaso sostenido de las políticas de mitigación y adaptación, algunas voces en el poder económico y político global han comenzado a promover una alternativa tan ambiciosa como inquietante: la geoingeniería. Se trata de un conjunto de tecnologías que buscan intervenir deliberadamente en los sistemas climáticos de la Tierra para contrarrestar el calentamiento global. Pero lejos de ser una solución mágica, la geoingeniería representa uno de los mayores riesgos éticos, políticos y ecológicos del siglo XXI.


La geoingeniería se divide en dos grandes ramas: la remoción de dióxido de carbono (CDR, por sus siglas en inglés) y la gestión de la radiación solar (SRM). La primera intenta capturar CO₂ directamente de la atmósfera para almacenarlo, ya sea mediante técnicas naturales como la reforestación masiva o con tecnologías industriales como la captura directa de aire (DAC). La segunda, aún más polémica, busca reflejar parte de la radiación solar de vuelta al espacio —por ejemplo, mediante la inyección de aerosoles en la estratósfera— para enfriar artificialmente el planeta.


Estas propuestas, promovidas por think tanks, multimillonarios tecnológicos y centros de investigación, abren una peligrosa caja de Pandora. En primer lugar, porque no atacan las causas estructurales del cambio climático —la quema de combustibles fósiles, el modelo extractivista, el consumismo desbordado— sino que ofrecen una vía de escape que preserva el statu quo. En segundo lugar, porque sus efectos colaterales podrían ser catastróficos: alterar los patrones de lluvia, afectar la producción agrícola y generar nuevas formas de conflicto geopolítico.

Think Tank: The Global Warming Policy Foundation (GWPF) / Este grupo de expertos se estableció en 2009, por iniciativa de el excanciller conservador Nigel Lawson. Se dedica por completo al tema del cambio climático y es considerado líder entre los medios de comunicación para la negación del cambio climático.
Think Tank: The Global Warming Policy Foundation (GWPF) / Este grupo de expertos se estableció en 2009, por iniciativa de el excanciller conservador Nigel Lawson. Se dedica por completo al tema del cambio climático y es considerado líder entre los medios de comunicación para la negación del cambio climático.

"Las contribuciones a los think tanks son anónimas, pero quedan reflejadas en las declaraciones de la renta. Basándose en esos datos, FAIR ha determinado que, de esas 25, dos tercios reciben dinero de al menos una empresa relacionada con el petróleo. Más de la mitad están financiadas en parte por ExxonMobil, y nueve por Chevron. Los hermanos Koch, de Industrias Koch, pagan siete. Shell, cinco, y Conoco-Phillips y BP, tres. Además, estas empresas de la llamada “Big Energy” tienen a varios de sus empresarios en los consejos de administración de centros de estudios como la Brookings, el CSIS o Aspen Institute."

Think Tank: Europäisches Institut für Klima und Energie (EIKE) / EIKE es el think tank más grande en lo que se refiere a documentación producida: publican el 73% de este tipo de textos que hacen referencia al cambio climático. Es el segundo grupo de expertos totalmente dedicado a la emergencia climática. Además, Trabajan en estrecha colaboración con el partido populista de derecha Alternative for Germany (AfD) y están muy bien conectados con el movimiento negacionista estadounidense: han celebrado conferencias del Heartland Institute y están a cargo de la subsidiaria europea de CFACT, organización lobbista estadounidense que ha recibido grandes sumas de dinero de ExxonMobil.
Think Tank: Europäisches Institut für Klima und Energie (EIKE) / EIKE es el think tank más grande en lo que se refiere a documentación producida: publican el 73% de este tipo de textos que hacen referencia al cambio climático. Es el segundo grupo de expertos totalmente dedicado a la emergencia climática. Además, Trabajan en estrecha colaboración con el partido populista de derecha Alternative for Germany (AfD) y están muy bien conectados con el movimiento negacionista estadounidense: han celebrado conferencias del Heartland Institute y están a cargo de la subsidiaria europea de CFACT, organización lobbista estadounidense que ha recibido grandes sumas de dinero de ExxonMobil.

La geoingeniería, además, plantea un dilema democrático fundamental: ¿quién decide experimentar con el clima global? ¿Con qué legitimidad y bajo qué marco regulatorio? Proyectos de modificación climática a gran escala podrían beneficiar a ciertas regiones mientras perjudican gravemente a otras. Como lo advierte la revista Nature y el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC), no existen aún salvaguardias adecuadas ni consensos internacionales sólidos para implementar estas tecnologías con seguridad y justicia.

Más preocupante aún es el creciente interés del sector privado, en particular de actores como Bill Gates y grandes empresas de energía, en financiar experimentos de geoingeniería solar. Lo que se presenta como ciencia climática de punta podría derivar en una forma de colonialismo atmosférico: un pequeño grupo de países y corporaciones decidiendo el destino climático del resto del mundo.


Las voces críticas han proliferado. El ETC Group, Heinrich Böll Stiftung y académicos como Clive Hamilton y Silvia Ribeiro han denunciado los riesgos de esta “solución peligrosa” y exigen una moratoria global sobre los experimentos de geoingeniería, al menos hasta que exista un marco ético, legal y multilateral sólido.

Clive Charles Hamilton es un intelectual australiano y profesor de ética en el Centro de Filosofía Aplicada y Ética Pública ​ y vicecanciller de ética en la Universidad Charles Sturt.
Clive Charles Hamilton es un intelectual australiano y profesor de ética en el Centro de Filosofía Aplicada y Ética Pública ​ y vicecanciller de ética en la Universidad Charles Sturt.

Aceptar la geoingeniería como solución es claudicar ante la idea de que el cambio climático es inevitable y que solo queda gestionar sus síntomas. Es renunciar a la transformación profunda del sistema que lo causó. Es confiar el destino del planeta a laboratorios corporativos.


No hay futuro sin desobediencia — El cierre de una era (y el inicio de otra)

El cambio climático no es simplemente un síntoma ambiental, sino la manifestación terminal de un modelo civilizatorio que ha agotado sus propias condiciones de existencia. No estamos frente a una crisis más: estamos ante un punto de inflexión histórico, ecológico, ético y político. Lo que está en juego no es solo la estabilidad del clima, sino la posibilidad misma de un mundo habitable, justo y sostenible para las generaciones actuales y futuras.


Si bien se pueden demostrar las falsas soluciones, los discursos tranquilizadores, la hipocresía de las grandes potencias y el cinismo de las élites. Si bien se pueden denunciar el maquillaje verde del extractivismo, el lavado climático de las corporaciones, el colonialismo disfrazado de mitigación y la violencia estructural que invisibiliza a los más vulnerables. No basta con esto: hay que imaginar y construir otras formas de vida.


No estamos condenados a la catástrofe, pero sí obligados a luchar para evitarla. Esa lucha no vendrá de arriba: no saldrá de las cumbres del clima, ni de los directorios empresariales, ni de los gabinetes tecnocráticos. Vendrá de abajo, de los pueblos organizados, de las comunidades que resisten y crean, de los territorios que no se rinden.

El futuro será comunitario o no será.


El cierre de esta era implica abandonar la fantasía del crecimiento infinito, de la dominación sobre la naturaleza, del individuo como centro y del capital como destino. Significa reaprender a habitar el mundo desde la interdependencia, el cuidado mutuo, la justicia ecológica y la soberanía territorial. Significa también asumir el conflicto: no hay transición justa sin ruptura con los poderes que lucran con la destrucción.


La desobediencia se vuelve no solo legítima, sino necesaria. Desobedecer al mandato del consumo, al chantaje del progreso, a las políticas extractivistas. Desobedecer con el cuerpo, con la palabra, con la organización colectiva. Desobedecer para abrir espacio a nuevas narrativas, nuevas economías, nuevas formas de existencia.


El tiempo del relato ha terminado: comienza el tiempo de la acción. Y esa acción, para ser verdadera, debe ser incómoda, radical, estructural. No hay solución parcial para una crisis total. No hay futuro posible si no enfrentamos a quienes han convertido la vida en mercancía.


Como escribió Ursula K. Le Guin, "vivimos en capitalismos, su poder parece inmutable, pero ninguna institución humana lo es". El colapso no es inevitable, pero el cambio tampoco lo será sin lucha.

El tiempo se acabó. Pero aún queda lo más importante: decidir de qué lado estamos.







Cristóbal Millas / POST𐤀









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